El Pont des Tren
Hay
un cuadro de Menéndez Rojas donde un gato se pasea sigiloso por el Puente del
Tren. El puente del tren es el ´Pont d´es Tren´, claro. El gato no mira a
nadie: es un ornamento más del puente y el puente lo es del gato. Y aunque
supongo que es el movimiento del gato lo que cuenta -en pintura el movimiento es
como la luz- el puente no está ahí en vano. Ahora lo está menos. Cuando Menéndez
Rojas pintó ese cuadro el tren era uno, aunque fueran dos, y el puente era
también uno, aunque existieran los de Sa Riera. Cuando Mendi pintó ese cuadro
el Pont d´es Tren era inmortal. Como la plaza de Toros o el Bar Formentor, por
ejemplo. Ya sólo queda la plaza de Toros.
Se hace raro escribir era. Ahora que lo pienso, creo que nunca lo crucé
andando. El puente, digo. Ya no podré hacerlo. Todas las veces que crucé ese
puente lo hice en coche, salvo una -hace muchos años- en que lo crucé en moto.
En una Vespa 125, concretamente. Me acuerdo de esa vez porque me dirigía con un
amigo a ver El último tango en París, con Brando andando, las manos en los
bolsillos de un abrigo camel, bajo un puente de París. A Brando se le había
suicidado la mujer. A nosotros se nos ha suicidado el puente. A mí no se me
olvidó nunca esa película que marcaba -lo supiéramos o no- el fin de las
esperanzas de mi generación y tampoco creo que llegue a olvidar el puente. Pasa
con la desesperanza. Pasa también con las desapariciones, con las pérdidas.
Cuando cruzábamos el puente en coche, Palma se convertía durante unos segundos
en otra ciudad distinta. Abajo, las vías se entrelazaban y separaban como en
los grandes nudos ferroviarios y la grisura de la carbonilla le daba a la tierra
un aire estepario. Cuando cruzábamos el puente, parecía que atrás quedara una
ciudad de novela rusa, por ejemplo, o de película norteamericana, de cuando por
las calles de Nueva York pasaban los tranvías. Entonces pensábamos en Ana
Karenina, en Lo que el viento se llevó y la derrota del Sur. O en una escena de
Once upon a time in America, aunque todavía no se hubiera rodado esa película
extraordinaria.
El Pont d´es Tren era como un paso fronterizo, la señal de que abandonábamos
la ciudad en dirección al campo. Cruzar el puente era -hablo de la infancia-
estar en Navidades, Pascuas o verano. Era estar lejos. Alejarse de la ciudad.
Alejarse de casa. El puente era un paso fronterizo, pero no sólo un lugar de
paso: tenía entidad propia -como la tenía el Check-Point-Charlie en el Berlín
de la Guerra Fría- y su carácter nunca fue efímero. Eso lo convertía en un símbolo
de una Palma distinta: la de las cercanías del Bar Niza y la Estación de Sóller,
la del Hotel Términus y los cines Augusta y Avenida. Una Palma urbana y abierta
que iba desmadejándose entre casas modernistas y edificios racionalistas. Una
Palma con algo bonaerense y ajeno, como desplazado, no me hagan decir por qué.
Atmósferas, supongo.
Siempre me he preguntado por el murciélago que corona el escudo de la ciudad de
Palma. A veces he pensado en las alas de la cimera del Rei En Jaume, que tienen
una cosa vertebradamente reticular, como de murciélago, pero también de dragón.
Del mismo dragón que mató San Jorge, me temo. A veces, cuando paso por la
plaza Pío XII -ahora del Rey Juan Carlos- miro a ese murciélago sobre el
monolito que aguantan cuatro tortugas. Y pienso que los palmesanos somos eso:
tortugas con un monolito encima y un murciélago que aletea a nuestro alrededor,
borrando poco a poco los signos de la ciudad. Esta semana el murciélago se llevó
el Pont d´es Tren, aquel por el que sólo circulaban sin motorizar los gatos
que pintó Menéndez-Rojas. Anteayer por la tarde fui al lugar del suicidio
urbano: un hombre con abrigo color camel, las manos en los bolsillos y el rostro
hundido entre las solapas paseaba su desesperanza por el espacio vacío. Era el
espíritu de la ciudad muerta, de la ciudad mutante. Nos saludamos con una
inclinación de cabeza y cada uno siguió su camino. Me pareció oír el aleteo
de un bicho. Hacía frío. Por primera vez en muchos meses, hacía frío. Y no
teníamos un puente bajo el que resguardarnos de la intemperie.
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